En cuya carne gima el alma en cautiverio,
El que mana del tiempo fecundo de la fuente,
El que me lleva en andas al linde del misterio.
Dadme el verso que plañe igual que la guitarra,
El que todo estremece por dentro como un sismo,
El que deja la huella profunda de su garra
Y me entrega de pronto en brazos del abismo
Dadme el verso que sepa soñar, pero despierto,
El que horada el silencio desde el transido estigma,
El que al vivo apuñala y resucita al muerto,
El que ha visto arrobado el rostro del enigma.
Dadme músculo y roca y sangre y cristal puro,
Que cuanto más altivo más diáfano es el verso;
Dadme la sombra ciega, porque ciego y oscuro
Del vientre del prodigio me llama el universo.
Dadme, en fin, la palabra precisa, opalescente,
La que cuando acaricia deja la piel mordida,
La palabra que acosa mi sed y de repente
Me hace caer de bruces sobre la vieja herida.
Procede el verso mío de un conspicuo linaje,
Prosapia de la angustia, estirpe del espino,
Que cuanto más se interna y pierde en el paraje
De la atrición, más pronto descubre su camino.
Y cae y se levanta y al horizonte enfila
Su rebaño de torpes vigilias meretrices,
Y mirando a lo alto se limpia la pupila
Mientras cuenta una a una sus anchas cicatrices.
Así mi verso es: oculto y sordo escalofrío
Que crepita y restalla bajo un cielo de estaño,
Que por ser mío es tuyo y siendo tuyo es mío
Y cuanto más aprehende más lo ve todo extraño...
Desciende de la pulcra alcurnia de la Grecia,
Aunque el sol tropical funde su aristocracia;
Huye del refinado y de la gente necia,
Ni en tiranos confía ni cree en la democracia.
Que tal es la palabra que germina, semilla
De un árbol gigantesco de amplio ramaje hirsuto
En la que me traslado a la prístina orilla
En donde hasta el erial da aroma y sombra y fruto.
Es ligera su traza cual cirro de verano,
Erguido su ademán de viajero proscrito;
Siempre tras la celada aviesa del arcano,
Siempre tras el perfume letal del infinito.
Desbocado y sutil, nervioso, suave, terco,
Tiene mi verso ritmo de arteria y de laúd;
En sus tensadas cuerdas a la vida me acerco,
Mas cuando ya la pulso... ¿qué toco?: el ataúd.
Es ambiguo y rotundo, coloquial y solemne,
Gusta quemar incienso aunque no tenga altar,
De todas las batallas siempre ha salido indemne
Pero con la presura más ancha que la mar.
La palabra que ansío es esa, la que habita
En el hálito simple del viento y la verdad,
La que en el libro abierto de la carne está escrita,
La que le da al segundo sabor a eternidad.
Una plegaria eleva mi voz y se hace canto,
(¿Será nieve ancestral de inexpugnable cumbre?);
Desde esta calle ciega con ciega fe levanto
La despiadada estatua de Dios: la incertidumbre.
No me deis lloriqueos de vírgenes vestales
Que no soporta el verso vanas hipocresías;
El sentimiento intenso tiene buenos modales
Y evita las histerias, los gritos, las manías.
Dadme la transparencia cuajada de obsesiones,
El baldón infamante de la yaga y la pus,
La oquedad del sepulcro, las grávidas pasiones
Y, al final, sobre todo, dadme, dadme la luz.
Pretendo desde el verso edificar el día
Y que al nombrar las cosas surja algo más que un nombre,
Que pueda mi lenguaje –entrañable ordalía-
Dar fragancia a la rosa y plenitud al hombre.
Así iré tras el rastro de núbiles mañanas,
Detrás de mí las huellas, los ensueños delante;
Sin escuchar oiré repicar las campanas
Y veré deshacerse las hebras del instante.
Y una tarde de estío –quizás de madrugada-,
La lúbrica serpiente me dirá: “por aquí...”
Yo besaré tranquilo los labios de la Nada
Y en ese último beso tal vez te encuentre a ti.
Verso, no te retengo; no hay muro, no hay postigo
Que interrumpa el airoso empuje de tu marcha;
De basalto estás hecho y evanescente escarcha
Y de pasmo de tierra donde madura el trigo.
¿Cuál agua milagrosa mueve tus cangilones?
¿Hacia que latitud del llanto te desgranas?
¿Cómo brotan de ti, descalzas, las mañanas
Maltrechas de nostalgia, borrachas de canciones?
A tu trémulo cuerpo me acojo, y la razón
Pierdo mientras la noche sobre mi piel se escancia.
Eres el espejismo que irradia a la distancia,
La esperanza escorada en cada corazón.
De pajarera sangre, verso amigo, estás hecho
Y hasta la soledad se te puebla de flores,
Dotas al arco iris de flamantes colores
Y vuelves tierna y mansa a la fiera en acecho.
Alquimista naciste, mi fiel y bravo verso;
Hacia el nidal del cielo, no empece tu ala rota,
Te elevas... ¿Qué te importa el triunfo o la derrota
Si es tu gesto el que alumbra, perplejo, al universo?
De la augusta prosapia del árbol y el rocío
Eres, y a tu nobleza jamás se le hará ultraje;
Alma de lluvia tienes, querencia de boscaje
Y hacia el mar siempre fluyes cual olímpico río.
Todo lo entiendes tú, lúcida es tu doctrina,
Aunque de sabio o docto jamás has presumido;
No te arredra la saña de alambre del graznido
Y del segundo burlas la torpeza asesina.
En tristeza eres ducho, también en alegría,
Y tan sólo conoces lo que tu mano toca;
Haces estremecer a la impávida roca
Y reprimir el ígneo bramar del mediodía.
Trenzas mil reflexiones que nadie toma en serio,
Leve como el capullo, áspero cual granito,
Te contemplo como eres: bizarro y exquisito
Mientras salmodia un albo motete tu salterio.
La palabra que esparces tiene sabor a cuna,
A hoja recién lavada por el bronco aguacero,
Tiene rumor de aprisco, de recogido estero
Donde aflora y se baña una azucena bruna.
¡Cuántos siglos me hablan con tu voz temblorosa!,
-Voz de acero imperioso y delicado armiño-,
La que infunde candor a la hechizada rosa,
La que siendo tan vieja retoza como un niño.
Quiero viajar contigo a esa entrevista playa
Donde un mar de aguas roncas mece la soledad,
Donde en trueno de luz el cielo herido estalla,
Donde sonríe, oculta, la postrera verdad.
Quiero lavar mis manos y levantar la frente
Y en la artesa del nunca encender una hoguera;
Contigo quiero estar porque eres inocente
Como eufórica espuma, como la enredadera.
Sin ti mi vida es sólo un monótono oficio
De ademanes obtusos, de tedio y desazón,
Y respirar entonces –no exagero- es un vicio,
¿Pues acaso se puede vivir sin corazón?
Al jazmín le regalas su mórbido perfume
Cuando, nidio, tu canto por fin se despereza,
Y al escandirte, verso, el ansia me consume
De habitar en tu reino de embrujada belleza.
Florecer en el barro es tu orgullo y estigma:
Construir con vil materia al hombre superior,
Ser faro, señal, guía, lucero y paradigma
De una vida más digna, de un futuro mejor.
Mas en ti pocos creen, noble y dulce palabra;
No hallarás más que oscuros callejones desiertos
Y no esperes, amiga, que una puerta se abra:
No hay puertas ni ventanas en casa de los muertos.
Déjalos que riendo se hundan poco a poco
En la pocilga inmunda donde engordan los cerdos,
Mientras a toda voz proclaman que estás loco
Y que ellos en el fango son los únicos cuerdos.
¿Cómo podría el ciego admirar los colores?
¿Cómo el sordo podría aprender a cantar?
Se ensaña la pezuña y pisotea las flores,
Mas no el cielo estrellado ni el desatado mar.
Cantar, -siempre lo supe-, es mi norte y destino,
Pues el canto me alumbra y me permite hacer
Que frutezcan los pasos que doy por el camino
Y, límpido y ligero, del barro renacer.
De tu estampa se burlan; te encuentran trasnochada,
-Pues de lo que no entiende siempre el vacuo se mofa-,
Pero cada dicterio y cada risotada
Más tus galas renueva, ¡oh mi espléndida estrofa!
Con cintillo de astros la noche se atavía
Sin que importe que el alma se quiebre seca y dura,
Que no hay rencor que pueda acallar la armonía
Ni nadie al mar hurtarle su vastedad y hondura.
Tú las cuitas ahuyentas, disipas el enojo,
En blanco mirto mudas torpeza y podredumbre;
En tu ser me recluyo, en tu seno me alojo
Bien lejos de la estulta y fosca muchedumbre.
Yo sé perfectamente que estoy aquí de paso
Y que la gloria es vana y que el placer no dura
Y sé también que el cuerpo –y el espíritu acaso-
En la tierra mañana hallará sepultura.
Pero ¿qué más me da el cierzo del otoño
El fuego del estío, la nieve del invierno,
Si el fugitivo instante del canto en que retoño
Me hace probar el zumo de vida de lo eterno?
Tú fecundas mi sangre con la sangre del orto,
De visiones soberbias haces siempre derroche,
Y al distinguir tu acento inescrutable, absorto
Quedo, como la luna en medio de la noche.
No sé por qué se empeñan tu susurro y tu grito
En coronar la enhiesta levedad de la palma
Y ni por qué tu canto generoso y precito
Cual vira de ballesta se me encajó en el alma.
No sé por qué en el crudo y brutal ostracismo
De este instante volátil al que me ató la suerte
De súbito te abrazo y me veo a mí mismo
Más allá del espanto, de la ardicia y la muerte.
Me cansa la retórica, esa hueca palabra
Donde el sentir se estanca, se pudre, se marchita,
Engolada elocuencia donde se descalabra
El secreto tesoro de la gracia infinita.
Mil años o un minuto he de vivir contigo,
¿Acaso no da igual? ¿Quién lo puede decir?
Lo único que anhelo es cantar, verso amigo,
Y al entonar el canto aprender a morir.
Un ósculo afiebrado le da el mar a la arena;
Con mano leve el viento el azul eterniza;
De vaga luz extraña la pupila se llena;
El férvido horizonte descoge una sonrisa.
Tiembla el aura en el frágil capullo del suspiro;
De negro y amarillo viste la mariposa;
Zigzaguea la abeja zumbando, mas su giro
De repente detiene para libar la rosa.
Con requiebro de nubes se deslíe el ocaso
Y a la más alta estancia el águila se encumbra;
¿Quién es el que me estrecha con tan devoto lazo?
¿Quién es el que de lejos me llama en la penumbra?
¿Quién sobre el bosque húmedo propala su fragancia?
¿Quién a la noche impávida su primicia lunar?
Y ¿quién es el que ha dado desde la ausencia el ansia
De hondura y lejanía al insondable mar?
Ése eres tú, mi verso, que haces clarear el día,
Que haces brotar la espiga con plegarias de lluvia;
Niebla de añoro eres, cautivante armonía
De verdes ojos claros y cabellera rubia.
Sonríe incauto el cielo...es que el sol se levanta
Con su bostezo de oro cálido y primordial
Y la aflicción ahuyenta cuando al pasar nos canta
Con garganta fragante a resina y a sal.
Lo que afuera palpita es lo que mora adentro;
Si la mente te acusa, el corazón te absuelve;
Tu efímero latido es el único centro
De donde todo mana y a donde todo vuelve.
No es ajena la estrella ni el acedo granito
A tu cansancio antiguo, a tu miedo o tu queja,
Porque nada se pierde y en tu vagar proscrito
Hasta lo que no ha sido tu sombra lo refleja.
Eres selva, eres río, eres polen y piedra,
Del liquen y el granizo aprendiste el idioma,
Morder viejas paredes te lo enseñó la hiedra
Y deletrear sabores fue lección de la poma.
Mira a tu derredor y te verás allí,
Porque ronco en tu pecho germina el universo,
Que nada es adventicio, todo retorna a ti
En el aire que aspiras, en la carne, en el verso.
Me obsequiaste dos alas, amorosa poesía
Y escapé de este antro inhóspito y avieso;
No sé cómo lo hice, mas tuve la osadía
De cortejar la tumba y de estamparle un beso.
Soy aquel que esculpiste con el arte extremado
Que extrae al bloque informe su indeleble figura;
Desde entonces me llaman orate, enajenado
Por mi hambre de luz, por mi fiebre de altura.
Cuando miro sé ver lo que no ve la gente,
-Ingrato don que, cauto, no impongo ni divulgo-;
Mi secreto confío al páramo inclemente
Y callo cuando escucho el trepidar del vulgo.
Exultante me entrego como piadoso cirio
Al mirífico enigma de mi infancia primera,
Mientras que muy atrás, coceando en su delirio,
Dejo a la muchedumbre que ronca vocifera.
Pretenden que el poema es fuego de artificio,
Exóticos antojos y pompas de jabón;
Nada saben del arduo y contumaz oficio
De arrancarse del pecho el propio corazón.
Aseguran -¡cuán torpes!- que el musical cariz
De mi verso es banal escarceo gratuito;
No advierten su impoluta y acendrada raíz
Que da el acento al agua, la rezura al granito.
Creen escribir poesía cuando estupran un pliego
De buen papel con prosa insípida y barata,
Cuando sin devoción se consagran al juego
Del críptico decir, de la facundia chata.
Se tienen por autores cuanto mayor distancia
Del sencillo lector su frase ha colocado,
Como si la rareza –insólita pitanza-
Lustre pudiera dar a un verbo desquiciado.
Juzgan que la medida, la rima y el sonoro
Oleaje de la estrofa es decrépito ornato,
Pero ¿quién va a admitir que el excremento es oro
Y sinfonía excelsa el maullido del gato?
Permíteles errar...Están en su derecho;
Siempre al final se impone la ignota melodía,
Esa que el alma ensancha cuando en el cauce estrecho
Del verso ha echado anclas la fiel melancolía.
Tienes la mansedumbre de alpaca de la quena
Aun cuando a veces sabes ser insolente y ruda;
Bien conoce tu pie la lujuriosa arena
Cuando vas por la playa espléndida y desnuda.
Concedes a la ola que meza sin reproche
Tu cándida lascivia en su vaivén ameno,
Mientras, arrebatada, la mano de la noche
Acaricia el pezón erguido de tu seno.
Todo acude hacia ti con asidua premura
Cuando de entre el ramaje insinuante y feliz
Asomas, y te arropa el cielo y se apresura
A hospedarte la tierra en su tibia matriz.
No hay criatura que al verte no quede anonadada;
En tu impasible rostro el tiempo se extravía
Porque estás hecha, amiga, con hebras de alborada,
Con palpitante carne de ausencia y lejanía.
De ti brota la flor y hacia ti se abalanza
Con el seno anhelante la muda ensoñación
Y la tarde se posa, arrebolada y mansa,
En la espina perpleja de tu intacta pasión.
Sé interpretar el signo desdeñado y oculto
Del crepúsculo vago, del horizonte quieto,
Y en puntillas el alma, con el oído ausculto
El desahuciado polvo que ofrenda su secreto.
La tonada del brote cuajado de rocío
Con aturdido esmero espulgo y desentraño,
Y desde su inquietud abisal el vacío
Me habla con arduo idioma inhóspito y extraño.
Leo plácidamente la dorada escritura
Que dibuja en el cielo la mano de la aurora,
El discurso descifro de la huraña espesura
Y la hermética clave del tuétano y la espora.
Lo que fabula el lago en letargo pacífico
Pronto lo dilucida mi sangre abroquelada,
Y aclaro y soluciono el hosco jeroglífico
Que con fúnebre cálamo emborronó la Nada.
El dictamen acato de la alta cordillera,
Como también la queja del pecho en ostracismo;
Le soy fiel al murmullo del agua en la pradera
Y al legado de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
A la congoja observo que, macilenta y mustia,
El fulgor del diamante con su pátina apaga
Y sé cómo atormenta la daga de la angustia
E irremediablemente, gimiendo, el sol naufraga.
En espasmos de gozo y en aflicción soy ducho;
Me ha tallado la vida en singular madera;
A mi sombra acaricio, con el recuerdo lucho
Mientras que algo acezante y ominoso me espera...
La agitación me abruma, el bullicio me aturde,
Me refugio, y aislado puedo por fin soñar,
Y en tanto que el perverso su torva trampa urde
Respiro el aire virgen a la orilla del mar.
Observa bien el mundo: todo él es un portento,
Desde el desierto urente hasta la cumbre fría,
Y vibrando en el lábil capullo del momento
Se desboca en su airoso corcel la fantasía.
No es de ilusión ni engaño ni de mendaces sombras
La vida superior que brota con la espiga,
Porque tú, mi poema, elevas lo que nombras
Y vistes de asfodelos cilicios y fatiga.
Avanzo receloso entre el agrio gentío
Con mi sonrisa abierta, con mi verdad sencilla;
Nunca tomo lo ajeno, tan sólo lo que es mío
Y el guijarro me habla, humilde maravilla.
El camino del verso siempre será el más corto
Aunque sinuoso luzca y equívoco y provecto,
Que es vana la nostalgia sin el cristal absorto
Del vocablo que altivo nace limpio y perfecto.
Del necio no hagas caso; el vulgo aullante evita;
Quien apuñala pétalos muestra su vil estofa;
La voz viril y enhiesta el corazón irrita
Del que tan sólo envidia, rebaja y apostrofa.
No tiene este mi verso complicación alguna;
Simple como la perla contempla sin reparo
El logogrifo insomne de la pálida luna
Que inútilmente busca bajo la noche amparo.
Oriundo de una algaida de augurio y embeleso,
Hacia el asombro malva del crepúsculo voy...
Yo no soy esta carne ni este pavor espeso:
El rostro indescifrable de la Esfinge: eso soy.
Todo es en ti fulgor, euritmia y transparencia;
Al confín más distante consigues acceder;
Eres el palpitar tenaz de la existencia,
Aviso imprescriptible del nuevo amanecer.
Nada podrá empañar el cristal de tu gloria,
Ni el silencio implacable, ni el desolado grito,
En leyenda conviertes la orfandad de la historia
Y siembras a tu paso la roja vid del mito.
No hay díscola manía ni vergüenza ni luto
Que tú no transfigures en rotundo amaranto;
Se inclina la montaña y te rinde tributo
Cuando arpegias el terso incienso de tu llanto.
¡Oh, entrañable poema!, vástago de la aurora:
¿Qué sería del mundo sin tu amable obsesión?
¿Qué sería del hoy, del ayer, del ahora
Sin el vagido cósmico que inunda tu canción?
Que la esperanza nunca en tus manos se aduerma
Y la abyección no encuentre tolerancia ni indulto,
Y que te fertilice la luz del sol, esperma
Que asaeteada de amor, renovará tu culto.
Ven, desciende hasta mí... La tarde se desboca,
Se irisa el horizonte como luciente espejo;
La muerte agazapada quiere besar mi boca
Y yo –pues tu lo mandas- mansamente la dejo.
Es violeta el recuerdo y la añoranza gualda;
Vas cimbrando y el prado en tu cadera ondula,
El viento impertinente te acaricia la espalda
Y henchido de placer alza la voz y ulula.
Mientras estés conmigo, recóndita poesía,
Fresca será la hierba y oloroso el mastranto,
Tendrá sabor a sueño la antigua melodía
Y olvidarán la herrumbre la angustia y el quebranto.
Eres múltiple y una, fugaz e inmarcesible
Y fuerte y desatada y candorosa y tierna,
Eres la perfección, semilla imprescindible
De la vida que aspira a la belleza eterna.
Por doquiera que vas se disipa la bruma,
El tumultuoso orgullo aplacas del verano;
Eres tú la que pones blanco acento en la espuma,
Bramido en la cascada y amplitud en el llano.
Hora es ya de que nazca en el instante breve
De este cuerpo vencido la claridad del día,
Que si de barro soy, es barro que se atreve
A esplender como el astro en noble epifanía.
Hora es ya que el espurio hedor de la sentina
El soplo inmaculado del poema lo alumbre
Y que su mano tierna, despaciosa, divina,
Acaricie las sienes de la agria pesadumbre.
Hora es ya de que taña la indómita campana
En la más elevada torre de la cartuja
Y agua bendita mane la secreta fontana
Cuya aterida voz la alborada repuja.
Hora es ya de que cese el pavoroso aullido
Del lobo que muy dentro de nuestra carne acecha;
Ha transcurrido el tiempo del odio y el gemido,
Atrás quedó el pantano y su ominosa endecha.
Hora es ya de que el hombre, hermoso, firme, digno,
-¡Cómo al imaginarlo mi alma se recrea!-,
Del firmamento intacto sea cifra, espejo y signo
En donde, irresistible, eche raíz la idea.
Dame, Diosa, la copa a que mi sed aspira,
No me dejes clamando desventurado y solo;
Para entonar la oda necesito la lira
Que pulsaran los dedos musegetas de Apolo.
Dame, Diosa, el quejido del sutil instrumento
Cuyas febriles notas más que notas son llanto,
Porque despavorida Siringa en un momento
Para escapar del fauno fue transformada en canto.
Quiero, Diosa, que limpies y temples mi garganta
Y me prestes las cuerdas de Orfeo, el desdichado;
A su mágico acorde la muerta se levanta
Del averno y escucha con oído extasiado.
Como Arnaldos, el conde, yo quiero al marinero
Oírle en su galera fantástica gorjear
Y que mi acento embruje al cansado viajero
Y a las aves del cielo y a los peces del mar.
Sólo tú puedes, Diosa feliz de la armonía,
Darme el fuego ancestral, el arrebol primero
Y que se cumpla al fin la añorada utopía
Y recupere el numen de Píndaro y Homero.
Circula urente y roja la sangre por mi vena;
El cielo, a la distancia, se transparenta y arde;
Fatigada, la ola va a morir en la arena
Mientras serenamente agoniza la tarde.
¡Oh, cuánta es la ansiedad de mi pupila obsesa!
(Hasta la pura luz con su caricia insulta),
Y yo, poesía, sé que exhibes la corteza,
La imagen exterior, no tu verdad oculta.
Es quebradizo y frágil el humano entusiasmo;
¿Cómo verter la estrella en la cratera mía?
Sabes que si te entregas sin frenos al orgasmo,
De irredimido gozo y amor fallecería.
Pero a mí no me importa lo que pasar pudiere;
Contigo, augusta amante, me dispongo a partir,
Que si en el mundo todo se extingue, calla y muere,
¿Por qué no he yo de arrobo a tu lado morir?
Dame la mano y vamos..., en frente está el camino
Que espera con paciencia de hueso despreciado;
Algo en mi sangre fluye, un estupor divino,
Un estremecimiento musical y sagrado.
De estas mis llagas tercas brotará la poesía,
Sonsacaré al crepúsculo su rúbeo corazón,
Y será mía la aurora y la cascada mía
Y la nieve y el lago, el bosque y la oración.
La vergüenza, la angustia, el miedo, el infortunio
En el límpido verso hallarán acomodo,
Porque es mágico el canto, igual que el plenilunio,
Igual que blando soplo impregnado de yodo.
Y mientras el pastor en la abrupta ladera,
Bajo la espesa sombra de un olmo centenario,
Ve crecer en los gajos tiernos la primavera,
Mi saga ascenderá cual humo de incensario.
No requiere la trova de solemne coturno,
Ni túnica talar ni tocado de gala;
Prefiere ella el acorde cadencioso y nocturno
Del suspiro granate que el pecho mustio exhala.
Y en tanto que hasta el mar, en majestuoso estuario,
Fluye el rojo caudal de mi impiedad transida,
Tañe clara la esquila del viejo campanario
Y por doquier se expande, feraz, la nueva vida.
No consientas, mi canto, que el silencio te ultraje
Ni el turbio desaliento te arrastre en su resaca;
Que nos espera, hermano, un proceloso viaje
Hacia el mítico suelo de la escarpada Itaca.
Viajar, viajar muy lejos sin rumbo y al acaso,
Dejar atrás el rictus del asco y la pavura
Y pedirle al bruñido gorjeo del ocaso
Que, piadoso, restañe tu feral mordedura.
Viajar sin norte fijo, mas no sin horizonte,
Allá, donde se embriaga de insomnios la esperanza,
Allende el apartado y penumbroso monte,
Con la frente cuajada de musgo y lontananza.
Viajar silbando rauda como alada saeta,
Sumergirme en las aguas tras el ansiado pecio,
Jugar como lo hacen el niño y el poeta,
Al margen de la herrumbre, la garra y el desprecio.
Viajar, oh compañera febril y visionaria
A la que, suplicante, mi corazón se aferra,
Desprenderme del alma esta angustia esteparia,
Este óxido inclemente, este sabor a tierra.
Tú me enseñaste, verso, que este mundo de sombras
Es la trampa que urde el segundo que pasa,
Que todo lo que observas, que todo lo que nombras,
La muerte –esa tahúr- lo adultera y arrasa.
Tú me enseñaste a amar sólo lo que perdura,
Me dijiste que exhibo el rostro de un extraño,
Que hacia el piadoso polvo mi sangre se apresura,
Que el dolor y el placer son ilusión y engaño.
A repudiar me invitas cuanto hay de transitorio
De efímero y mudable, lábil y pasajero,
A desconfiar del tiempo y su afán predatorio,
A sentirme en la carne atado y prisionero.
A escapar me enseñaste de toda imagen huera,
Que a un luminar más puro el alma noble aspira,
Que frente a mí no hay más que añagaza y quimera,
Que la materia es bruma y es humo y es mentira.
Me enseñaste también a abominar del vicio
De acomodar mis días al glacial cautiverio
De la razón que inventa argucia y artificio...
Y fue así como entonces se desbordó el misterio.
Me enseñaste que existe una risueña hoguera
Que hasta la queja entibia al calor de su brasa,
Que éste no es mi país ni ésta mi primavera
Y que sin rumbo vago muy lejos de mi casa.
Me enseñaste que el cambio que el segundo propicia
Es reacio al conjuro, al rezo, al exorcismo
Y que la gran verdad que la belleza auspicia
Como la lava surge del fondo del abismo.
Me enseñaste que no hay paraíso ni averno
Y que de nada sirven el sollozo ni el grito,
Pero que oculto late el germen de lo eterno
Y en cada cosa anida el ansia de infinito.
A amar tú me enseñaste la claridad del día
Y el beso helado y casto de la nieve en la cumbre;
Desterrar desde entonces dolo y superchería
Ha sido mi expiación, mi norte, mi costumbre.
Sígueme así mostrando el camino que busco,
Pues el alba florece donde rutilas terso:
No importa que gentil me apremies o que brusco
De un empellón derribes el capcioso universo.
Tú confiado me cuentas la inmemorial historia
Del error y el cansancio, la culpa y el hastío,
Que en su ergástula el hombre, sin luz ni escapatoria,
Espera a que lo engullan las fauces del vacío.
Tú me hiciste anhelar la verdadera vida,
La que es polen de oro, lluvia transfigurada,
La que escuece y lacera a mi asombro adherida,
La que es pétalo intacto y homicida cornada.
Me has enseñado a amar, verso, -¡qué hermosa ciencia!-
El pistilo y el ala, no la ruin delusión;
Limpiaste mis pupilas y la falsa apariencia
Descubrí con el ojo zahorí de la pasión.
Sin ti yo tropezaba por intrincada breña;
Caer y resbalar era mi único oficio,
Mientras que un dios artero con su voz halagüeña
Me conducía -¡crédulo!- al hondo precipicio.
Pero al fin me enseñaste que del astro al oprobio,
De la larva al bramido y del hielo al panal
Nada se pierde o gasta, y el tiempo es ilusorio
Cuando sus brazos te abre la noche sideral.
Rindo culto a la flor que balbuceando nombro,
(Una estatua de amianto esculpe la tristeza),
Y desechando broza, cascajo, escoria, escombro,
Me sumerjo en el seno glauco de la belleza.
¡Oh, cándida belleza!, sacro lecho en que yago,
Encendido clavel donde el vuelo madura,
No hay pavor, no hay martirio, no hay aflicción ni estrago
Que no disipe el suave tremor de tu voz pura.
Vuelves grácil e inmenso el desvalido instante;
Me arrastra tu corriente a una gloriosa orilla
Y hasta el lerdo guijarro, roto, insignificante,
En tus manos se torna prodigio y maravilla.
Tienes la portentosa vehemencia del verano,
La ternura del brote, la fuerza del alud;
Todo en ti es sorprendente, inquietante y arcano,
Milagro de rocío, planto de excelsitud.
Rindo culto al silencio pues que de él nace el canto,
Y de cantar tan sólo mi corazón se cura:
¡Oh belleza inmortal!, cúbreme con tu manto
Que todo lo que alientas resplandece y perdura.
Desando los caminos sin peto y sin escudo
Cargando en la mochila una infantil pasión:
Arrebatarle al día su resplandor desnudo
Y a la noche arrancarle su helado corazón.
Camino entre las zarzas y mi alma se despeña
Por donde los cometas y los luceros van;
¿Qué importa que la copla se rebele zahareña?
¿No es magnífica acaso la ira del volcán?
Por entre la cizaña y el cardo me aventuro
Mientras al horizonte, exhausto, el sol declina;
Algo flota en el aire, como un sordo conjuro
Que penetra en la carne con perfidia asesina.
Nunca he tenido nada y mi único tesoro
Es haber sido blanco del invido anatema;
Abandoné la tierra del espanto, ahora moro
En el descalzo reino de espuma del poema.
Desde este promontorio todo mi vista abarca
Y la alondra gorjea y la sed no importuna;
Dueño soy de una núbil y diáfana comarca
Donde en la noche ronda, misteriosa, la luna.
No desprecia mi numen el pulcro pensamiento
Si una intensa emoción lo arrastra en su corriente,
Porque con la cadencia, la rima y el acento
Se hace carne la idea, trepida, brilla y siente.
Y la mente respira, se estremece, palpita
Al zambullirse osada en la armonía del canto;
La musical concordia de voces precipita
En la trillada frase vida, espesor y encanto
No reniega la estrofa del agudo intelecto
Siempre que fuere éste fruto de exaltación
Y discurra el concepto undívago y perfecto
Sobre rubor de plumas y lampos de ilusión.
Sin la intrépida idea no hay forma trascendente
Y la forma se dora en el horno del verso,
Pues minúsculo y breve el verso es la simiente
De todo cuanto incuba de luz el universo.
Sin la euritmia del metro la voz se descalabra;
Es preciso injertar la música al sentido
Y resarcir con flores de hibisco la palabra
Que al corazón penetra cautivando el oído.
Todo el horror, la rabia, el tedio, el sufrimiento
Que el pecho descompone con su mordida amarga
El plomizo fantasma abruma del momento
Y una ominosa sombra la soledad embarga.
¡Oh, cuántos siglos llevo de penoso exorcismo!
¡Cuánta penumbra rancia se ha agolpado en mi ser!;
Sonámbulo recorro el falaz espejismo
De un podrido mañana, de un desolado ayer.
En su púrpura agobio el ocaso se abisma
Y algo oscuro y glacial y furtivo me advierte
Que una tarde cualquiera sorprenderá a la misma
Transparencia del cielo la sigilosa muerte.
Vivo en la tierra impía de la viscosa angustia,
Donde medra tan sólo la aberración y el asco,
Donde hoza el desconsuelo con la mirada mustia,
Donde el remordimiento y la fatiga masco.
Esta es la tierra ajena, la del mástil roído,
En la que el arco iris se agrieta y se derrumba,
El país del oprobio, el espanto, el graznido
Donde toda esperanza yace yerta en la tumba.
A mi lado se encrespa frenética la turba,
De impúdico talante, de entendimiento chato;
Ella no piensa, embiste, hace muecas, conturba,
Irrita, aplasta y gruñe con furioso arrebato.
Este es el tiempo estólido del miasma y la jauría,
Cuando ya se ha apagado la luz, y la aventura
-Hastío y pesadez y gris monotonía-
de vivir ha abortado en náusea y en locura.
El tiempo del naufragio es éste y es su historia
Una cornada brusca, un obtuso calambre,
Que de la flor no guarda el hombre ya memoria
Atrapado en el cepo de la sed y del hambre.
Es el tiempo andrajoso de la promesa trunca,
Contra un muro te estrellas a donde quiera vas,
Tiempo del “¿para qué?”, del “no puedo”, del “nunca”
Del sueño amordazado, del “¡ay!” y del “jamás”.
Pero el tiempo y el mundo y la tierra en que habito
No me harán olvidar que estás, ¡oh maravilla!
A mi lado, belleza preñada de infinito,
Para aventar del alma la infame pesadilla.
Te escuda la inocencia contra el torvo vejamen,
Al zarpazo brutal opones la sonrisa,
Del violento apaciguas el bárbaro dictamen
Con chasquido de hojas, con bisbisar de brisa.
Todo en ti es cristalino, pluvial, áureo derroche
De gracia que deslumbra y señala el camino;
Y extasiada la arisca y proditoria noche
Venera tu desplante ingrávido y divino.
No importa cual figura en tu metamorfosis
Adoptes: sol, ausencia, liquen o soledad,
Pues siempre eres la misma, belleza, la apoteosis
De un anhelo incoercible de azul serenidad.
La opacidad del rictus tu pupila esclarece,
Todo surge del fondo de tu insondable hondura,
Crece la eternidad en tus labios y crece
Del témpano, calor, del agobio, dulzura.
Altiva y misteriosa siempre vas adelante
-Que nada acalla nunca tu primoroso arpegio-
Y germina la espiga dorada del instante
Regada por tus aguas de ensalmo y sortilegio.
¿En qué embrujada estancia, trémula, apareciste?
¿En qué apartada zona la rosa ultraterrena
De la fresca mañana, ufana, sorprendiste?
¿Qué vuelo de gaviota circula por tu vena?
¿De qué impoluta nata procede tu alabastro?
¿Por qué en tu nívea entraña con desenfreno hurgo?
¿Cómo das voz al cauce y resplandor al astro?
¿Quién sembró en tu garganta fervor de taumaturgo?
¿Por qué de puro diáfana te siento inescrutable
Y teniéndote cerca te haces inaccesible?
Y ¿por qué, simple y obvio, es tu gesto insondable?
¿Por qué, púdica y frágil, persigues lo imposible?
¿Qué tiene tu pupila que más que mira augura
Y ese treno de bronce que gime en la espadaña?
¿Con qué intacto lucero, con qué amapola oscura
A la sangre extrajiste su cantilena extraña?
¿Por qué si me acompañas permaneces tan sola?
¿Por qué desde mi carne tu canto parpadea?
¿Y por qué al escucharte el cielo se arrebola
Y de súbito brota transparente la idea?
No necesitas, trova, venablo ni loriga,
Despreocupada insistes en recorrer la playa;
Es tu clípeo un clavel y tu alfanje una espiga:
Y ganarás –lo sabes- al final la batalla.
La nostalgia te nutre como el agua a la esponja,
Convives con la nube y frecuentas el cieno;
No te escuece el agravio ni crees en la lisonja,
Y eres mar tempestuoso y eres regato ameno.
Espléndido es tu porte y tu presencia fasta;
De la áptera torpeza no dejas ni un vestigio;
Te es suficiente ser y con eso te basta
Para alzarte triunfal al solio del fastigio.
Inventaste la bruma, la alborada, la rosa
Y la miel del panal y el vino que se escancia,
También las altas cumbres y el aura primorosa
Y el rubor del ocaso que tiembla a la distancia.
¿Cuándo, cuándo, belleza, serás al cabo mía?
Pierdo al verte el sentido, el aliento, la calma
Y en el milagro verde de tu dulce armonía
El cuerpo me abandona y me abandona el alma.
Apacigua mi sed, pon oído a mis preces,
Por dentro de mi espíritu extiende tus rizomas,
Que la vida me has dado innumerables veces
Cuando en el horizonte –sagrado sol- asomas.
Tu ósculo musical con acucia deseo,
-Así de la orfandad del instante me aparto-,
Porque yo solamente, oh belleza, en ti creo
Y en la huella que deja tu sandalia de esparto.
Eres la inmaculada y numinosa acequia
Que riega la añoranza y me da de beber;
Eres el hontanar perfumado que obsequia
Al mundo que declina un nuevo amanecer.
Sabia eres, pero no de hinchada enciclopedia;
Tu ves lo que el cobarde se resiste a mirar
Y toda la zozobra y el cansancio y la acedia
Se disipan cual niebla cuando estás frente al mar.
Noble eres y te alabo, portentosa poesía,
El corazón te ofrendo que ya tu mano estruja,
Y pues es rama seca, que se quiebre, que cruja,
Que en tu abisal aroma mi sueño se extravía.
Ya es hora, marinero, de recoger la vela,
Ya araste el hondo surco, exhausto labrador;
Entre azoradas nubes la luna se desvela
Y habla en lengua granate su vago resplandor.
Tienen procaces dientes las fauces del dicterio,
Y el encono es inútil y el improperio vano;
¡Oh poesía que anhelas hundirte en el misterio
Y reposar por siempre en brazos del arcano!
Más allá de la piel, del tendón y del músculo
Algo en la inmensidad del cielo azul suspira
Y es veteada su voz, con fragancia a crepúsculo,
Donde no hay madriguera de sierpes ni mentira.
Atrás quedó el afeite postizo de la fama;
Abriéndome la carne interpelé la herida;
El poder no me tienta ni el éxito me llama...
Sólo a lo perdurable me acojo, y a la vida.
Intuyo que detrás de esta caduca estancia
Un orden superior las edades apila;
No por azar se viste de colores la infancia
En las flores y el astro por las noches titila.
Yo tu pendón sostengo, preterido poema,
Y al buscarte me encuentro a mí mismo, ¡oh locura!
¿Por qué el húmedo almíbar de tu boca me quema
Y cenital me arrastra en vértigo de altura?
Yo soy el que moldeaste con la sumisa arcilla
Y nada en mí hallarás de que no tengas parte;
Soy barro atribulado, éxtasis que se humilla
Ante la soberana plenitud de tu arte.
Tu dignidad no es fruto de aliño y abalorio;
Es hija del arroyo, del viento y de la arena,
Vástago del augusto y ancestral esponsorio
De la luz y la sombra, el júbilo y la pena.
Voy deslumbrado y solo, sin guía ni equipaje;
Seguir tras de tus pasos es mi única doctrina
Y aunque espero llegar, sé muy bien que este viaje
Tuvo principio, sí, pero nunca termina.
Recorreré las sendas desnudas de la tarde
Con la sonrisa a rastras y la mirada inerte
Y mientras en tus ojos la lontananza arde,
Un desahuciado día toparé con la muerte.
Ella muy quedamente susurrará a mi oído
Y me dirá: “No temas, yo soy una ilusión...
No hay cadáver ni fosa ni oscuridad ni olvido,
Sólo el fluir perenne de una ignota canción.”
Entonces a la muerte besaré en la mejilla
Con gratitud y alivio y fervor y piedad
Y le daré las gracias por llevarme a la orilla
Donde germina en polvo de astros la eternidad.
Del espasmo y el grito no quedará memoria,
Sólo la noche abierta, terrible, inmaculada,
Una noche que escucha gélida y sin historia
La melodía entrañable que modula la Nada.
Porque es bella la Nada, bella e inexorable;
Yo fluyo hacia su seno soñando como el río,
¡Oh cónyuge amorosa!, quietud, ausencia amable,
¡Insondable silencio!, ¡generoso vacío!
Me despido. Este verso que con la sangre he escrito,
Aunque parezca mío, pertenece a otra voz,
Galáctica escritura de un arduo manuscrito
Que habla en cifrado idioma del estupor de Dios.